Practicar para comprender
Ricardo García de Celis
Los occidentales, muy a menudo, buscamos la comprensión
fuera de nosotros mismos. Con frecuencia, esperamos encontrarla en la palabra escrita,
ya sea sobre papel (libros, revistas, periódicos, informes, etc.) o, más
modernamente, la rastreamos a través de Internet; aunque también –no hace falta
decirlo- buscamos esa misma comprensión en la palabra hablada (radio,
televisión, videos, clases, conferencias, discursos, etc.).
No en vano, mayormente con ella, con la palabra, se nos
enseña casi todo desde pequeños.
Aunque, en ocasiones, nos asombre la sabiduría que demuestra
individuos o comunidades iletradas, pero mucho más próximas a la naturaleza que
nosotros (las antiguas tribus nativas de indios norteamericanos, por ejemplo),
creemos que en nuestra sociedad del conocimiento de la palabra, escrita y
hablada, ha de formar parte del aprendizaje de cualquier persona. Ahora bien,
en Occidente, cuando entramos en el terreno de lo espiritual, solemos cometer
el error de intentar comprender, casi exclusivamente, mediante ella, pues así hemos
sido educados. En la espiritualidad, sin embargo, nos parece que la función de
la palabra tendría que ser, a lo sumo, la de sugerir o indicar para dirigirnos
hacia alguna práctica en concreto y, finalmente, instruirnos sobre cómo
realizarla. A partir de aquí, el resto ha de depender de nosotros mismos, de
nuestra propia intuición.
El conocimiento teórico, construido con la palabra y
asimilado a través de la mente, no puede asir, de ningún modo, aquello a lo
cual nos referimos cuando hablamos del Zen porque es inmaterial, suprasensible y
no puede ser demostrado por métodos racionales. En cambio, si puede ser vivido
por uno mismo, individualmente, en la cotidianidad, en lo más común y
ordinario, pero sobre todo en la quietud y el silencio de su mejor aliado: el
zazen (o sea, meditar sentado, pues eso significa en japonés), fundamento de
todas nuestras actividades, “el secreto del Zen”, como decía el maestro
Deshimaru. Por este motivo, con zazen abrimos y con zazen cerramos, siempre,
los talleres de tiro con arco que venimos llevando a cabo desde hace algún
tiempo.
Las palabras son, únicamente, la representación escrita de
sonidos que expresan ideas. Esto es algo que todos sabemos, pero a veces es bueno
recordar aquello que ya sabemos porque, con el exceso de información que nos
inunda hoy día, con tantos estímulos de todo tipo, con las nuevas tecnologías
cada vez más extendidas, resulta frecuente el olvidar las cosas más simples e
importantes, aquellas que tendrían que ser el eje central de nuestras vidas.
Pongamos un ejemplo muy sencillo: cuando leemos o escuchamos
la palabra “hielo”, no ignoramos que se refiere a agua solidificada por efecto
de bajas temperaturas y conseguimos también imaginárnoslo, pero no sentir el
frío que sentiríamos al tocarlo. Como lo conocemos, podemos hacer incluso una
descripción del hielo para otra persona que no lo haya visto nunca y, hasta es
posible que, si se trata de una buena descripción, una descripción detallada y
elocuente, esa otra persona llegue a pensar que, realmente, sabe lo que es el
hielo aun desconociéndolo. Sin embargo, resulta claro, que sólo hasta que la persona
haya visto, tocado, olido, saboreado y escuchado el hielo (pensemos en el
sonido de una superficie helada al resquebrajarse) ¡no comprenderá jamás lo que
verdaderamente es!
Solo al tener un contacto directo con el hielo (siempre que
se componga, claro está, exclusivamente de agua pura) se puede verificar su
transparencia, su frialdad, su falta de olor y su insipidez. ¡Se comprenderá
por fin lo que de verdad es! Por supuesto, una experiencia así, como toda
experiencia directa y real, será luego interpretada y afectará, de forma
distinta, a cada cual, pero no entraremos en el terreno de la subjetividad. Nos
quedaremos con la comprensión, de mayor o menor alcance, que toda experiencia
vivida personalmente puede otorgarnos.
En el tiro con arco -como en el Zen, como en el zazen-
ocurre lo mismo: podemos escribir largo y tendido sobre él, haciéndolo incluso
de forma hermosa, poética, hasta el punto de hacer sentir, tal vez, cierto embeleso
al posible lector; podemos del mismo modo impresionarnos al verlo practicado
por otros, pues se trata, sin duda, de una actividad ciertamente bella, máxime
cuando se realiza infundida de espíritu Zen, pues se convierte así en un arte
profundo que no suele dejar indiferente al espectador, por poco sensible que
éste sea. El arquero zen, con los años, adquiere una elegancia natural que
dignifica de forma evidente sus movimientos, su tiro, su práctica en conjunto,
proporcionando un placer estético que él no busca pero que resulta perceptible
para aquel que pueda estar observándolo.
Todo esto está bien, muy bien. No vamos, de ninguna manera,
a quitarle valor, pues nosotros, ahora mismo, nos servimos de la palabra ¡agradecidos
de conocerla!, para escribir lo que tú ahora, amable lector, vas leyendo. Sin
embargo, nadie jamás podrá comprender realmente, ni de un modo intelectivo, ni
como espectador, a qué nos estamos refiriendo cuando escribimos o hablamos de
tiro con arco zen, a no ser que, antes, tome un arco en su mano y, una vez
aprendida la adecuada técnica de tiro, lance una flecha con atención plena.
¡Así de simple!
Nuestra sociedad está cada día más abocada hacia la
virtualidad, pero sirviéndonos –tal vez paradójicamente- de esta misma
virtualidad, nuestra propuesta, desde este blog de tiro con arco bajo la
influencia del espíritu Zen, se basa en lo contrario: aconsejar, por encima de
todo, la experiencia real para tratar de saber por uno mismo a qué nos referimos
aquí. Sin implicarnos en practicar no podemos comprender, ni por mucho que
leamos, ni por mucho que escuchemos, ni por mucho que observemos, ni por mucho
que veamos fotos o videos, ni por mucho que nos enseñe el más reputado maestro.
¡Hemos de hacerlo nosotros mismos!... ¡Hemos de practicar para comprender!